miércoles, 20 de junio de 2012

Laca Ballé

Una vez, haciendo una prueba para ver si entraba en un seminario de radio, tuve que entrevistar a Montserrat Caballé. Una Montserrat Caballé de pega, claro, porque la interpretaba una profesora adjunta delgada y malcarada tras su falsa sonrisa. En la prueba tocaba leer una noticia que uno tenía que haber redactado por sorpresa medio minuto antes, dar paso a alguien e improvisar una entrevista, con entradilla y todo. Lo cual que fui superando obstáculos hasta que me tocó la interviú, que decían los antiguos.
Bueno, pues soy... redoble de tambor... Montserrat Caballé. Como andábamos por entonces en lo de la cosa olímpica, no se qué cosas le comenté de las estrellas pop y las divas operísticas y salvé el asunto con una serie de lugares comúnmente elegantes, con perdón. Abrillanto una pregunta diciendo que una estrella de su talla, que ha pisado los mejores escenarios del universo del bel canto tralarí y tralará. Pero me interrumpe. La falsa Caballé, perfectamente embutida en su papel de antipática diva me interrumpe: oiga, ¿está usted llamándole gorda con eso que dice de la talla?. Y me sonríe la falsa y malcarada profesora. Y yo, que no me corto ni un pelo. Nada más lejos de mi intención. Su talla es enorme, porque su voz y su arte no cabe en los escenarios. Con mis palabras, y disculpe si no me ha entendido se quedan pequeñas para colocarla a usted en el sitio que se merece, el olimpo de la ópera, donde se ha de codear, sin lugar a dudas, con los grandes de hoy, Kraus, Pavarotti y los de siempre, con el Gran Caruso y la más fina, que tanto años después sigue valiendo tanto por lo que canta como por lo que Callas.
Le respondí algo de ese estilo, no me acuerdo del todo, pero lo hice con rabia, con recíproca antipatía. porque Montserrat Caballé no me caía bien, la profesora flaca y antipática aún menos y ni la una ni la otra se iban a interponer en mi plan. Con ese tamaño la una y esa mala gaita la otra, o sea.

Me admitieron. La profesora me dijo que quería ver mi capacidad de improvisación y me elogió la rápida cintura, blablabla. A mi me olió a cuerno quemado, pero, la verdad es que desde entonces fue antipáticamente amable.

Ahora, la Caballé me cae muy bien.

jueves, 7 de junio de 2012

El verano en invierno

Ve llevo un disgusto tremendo cuando veo en la prensa esta mañana que se nos ha muerto Ray Bradbury. Ya he contado por aquí en varias ocasiones que soy un admirador irreductible de Bradbury. He contado lo de Crises y la Presupongamos, y hasta una cosa sobre el agua que tenía un poco olvidada. Eso como credenciales, a ver.
Lo cual que me he llevado un disgusto enorme. La cosa es que Bradbury siempre estuvo allí y de pronto un papelajo dice que ya no y así nos hemos quedado.
Hay quien dice, mucha gente, casi toda al glosarlo, que era un autor de ciencia ficción. Eso evidencia que no lo han leído. Como lo de la anterior entrada, los sefardíes raros y tal.
Hay que ponerse en situación.
Un cuentista vocacional, que a base de mucho ahorrar se había comprado una máquina de escribir siendo chavalito, que coleccionaba sus propias historias y que a base de esfuerzo, tesón, sacrificio, trabajo,  empezó a colocarlas en revistillas, concursicos y cosas. Y de una cosa a la otra, hasta que un día llegó a Hollywood, se aseguró la vida con lo de los guiones, John Huston le hizo unas cuantas pirulas con Moby Dick y con el riñón bien forradito pudo seguir escribiendo sus cosas. Croe que ha muerto allí, como vivía, tranquilo, a su aire, bien, lo normal.


Y ahí me pongo a imaginar.
Bradbury en calzón corto y con visera de visita a Méjico. Un californiano de vocación, una especie de Pepsi con patas en mitad de los secarrales, viendo los zopilotes sobrevolarle. Bradbury con la boca abierta viendo el universo de Juan Rulfo. Esto me lo imagino, pero basándome en lo que él contaba. Las momias aquellas de no se dónde, los desiertos, las piedras viejas y la naturaleza desbordante, la proverbial paz interior y exterior de los lugareños -por no llamarle pachorra, que vaya vd. a saber dónde leen esto y ojo, que me sabría muy mal dar morcilla a los vecinos transatlánticos-, el ser y el calor. El desierto marciano.


Y así todo.
Bradbury era un lírico con teclillas, un narrador con cohetes, un fantasioso con dinosaurios. Cuando explica aquel cuento de la habitación cuya pantalla se transforma en una jungla, no habla de la pijada de la realidad aumentada o de los mundos paralelos. Nos cuenta sobre niños abandonados por sus cuidadosos padres.  Y así todo, ya digo.



Busco en el anaquel -anaquel, jolines, pero qué preciosidad de palabra- las Crónicas Marcianas. Pero no las tengo aquí. En realidad las tengo en la cabeza, muy dentro. Muy, muy dentro. Como el calor del cohete que, al principio del libro, transformaba el invierno en verano. Eso es Bradbury: un tío capaz de convertir la vida en un estío. Desde 1984 he tenido la fortuna de ser su desconocido admirador y amigo. O sea, que hoy estoy triste, lo normal.