Como la cosa era dar paseos para impregnarme, para recuperar de algún modo el tiempo pasado, me encaminé a la hora tonta de la media tarde hacia Iturrama, el que había sido mi barrio.
Mi destino era el hotel Ciudad de Pamplona y concretamente, su cafetería. Caía un sol taurino, induráinico y repetido, como tantos veranos, tantos, como cuando cruzábamos la Ribera y hasta a veces parábamos en Tudela, como última etapa antes de llegar, qué tontería, tan cerquica, vale.
¡Qué fresco más bueno! El Ciudad de Pamplona era el hotel de los toreros, más o menos. Rivalizaba con el Tres Reyes, más céntrico pero tan enorme que cómo no simpatizar con el periférico. Luego estaba el Maissonave, que, con aquel nombre tan exótico, parecía de otro mundo o de otro país, al menos. Y La Perla, pero tan cansina como toda la mitología de Hemingway. Que de un tío que prefiere pescar truchas a rondar a Ava Gardner sólo se puede desconfiar.
Total, que me acodo en la barra y espero. Todos vamos igual. Los que atienden la barra, los del otro lado, los que toman café. Los que toman café y copa, los taurinos, café copa y puro, mayormente.
Veo a mi amigo.
Josetxo echa unos días por allí para sacarse unas perras, lo normal entre la gente inquieta y responsable. ¿Qué pasa, pues? Josetxo es un gran conversador. El navarro diletante, educado pero recio, habría limitado la cosa al precioso ¿qué o qué, pues?, que es tan tautológico y hermoso como el carácter foral. Nos damos la mano o algo, porque tenemos una barra en la mitad, que si no, habría caído un abrazo de esos de Paco Sánchez, que ya nos entendemos.
Pues aquí, ya ves. Oye, vaya bien. Y nos ponemos al día.
El reencuentro es ferviente, pero el contorno es amargo. Hay un chaval secuestrado y dicen que le matan.
Bueno.
Pues me ha salido un trabajillo, pues en el seminario bien. Para un segundo, nos tomamos algo, creo que ligerito, que la pachanga irá de noche y tampoco es plan. Estoy haciendo fotos por ahí, pero no de borrachos y peñas, sino de florecillas y cosas, Florecicas. He visto a Jonan y poco más. Iñaki no vino, de Lucía no sé nada, porque igual aún no me había encontrado a su amiga, la calva. Repasamos, nos reímos un poco, pudo algún café, mira ese es un mayoral y aquellos son los del encierro de mañana, bueno, vale. En el Tour algo estaría pasando, no me acuerdo. Estábamos joviales, festivos, estudiantiles otra vez. Espera, y servía otro café.
Le han matado, dice uno en voz alta desde una mesa. Tiene un transistor. Hijos de…
No, está vivo. Le han encontrado. Está herido, no muerto, cabroneshijosdemecagüen…
No sé. Esas cosas.
Sí recuerdo a uno de los supuestos mayorales que se pone a llorar. Y silencio.
Qué cabrones. Es lo que son, los hijos del Malo, claro. Eso lo he aprendido con el tiempo. Antes era sólo la intuición popular. Ahora es la certeza. Hay que aprender a oler el azufre y a oír las pezuñas.
Qué cabrones.
Uf. No sé, hablamos algo más, nos despedimos. Venga. Vale. No es raro despedirse con palabras raras.
Luego esa tarde el personal, espontáneamente se quitaría los pañuelos-. Muchos se fueron a la sede de los etarras y lo dejaron anudado en la puerta, como señal de duelo. Ellos se creían que les irían a linchar y entonces pidieron protección a la policíasesina a los que habitualmente llamaban txakurras, ya ves en lo que queda el gudari cuando le aprietan medio minuto.
Hubo mucho silencio. Hasta los vándalos de las peñas se cortaron un poco.
De noche, a la manta de pañuelicos de duelo le prendieron fuego, que es un poco como matar dos veces, como cuando Ethan le pega dos tiros en los ojos a los indios muertos, por si acaso. A Ethan le habían matado a la familia y le habían secuestrado a la sobrina, que bien tampoco está, pero entre bestias, a veces no hay otra forma. Pero el asunto era muy diferente. Los bueno pedían clemencia, no le matéis. Los malos le mataron. Los buenos mostraron su dolor, en lugar de pegándoles tiros en los ojos, colgando el pañuelo, que es lo más sagrado para el sanferminero, en la puerta de los etarras. Los malos, los etarras, o sea, les prendieron fuego. Hubo uno que se debió de frotar las manos aquella tarde, con tanto dolor como había en el ambiente.
Bueno, pues eso, que aquel día estuvimos Josetxo y yo en la cafetería del Ciudad de Pamplona.