
A lomos del pollino, más que el eoeoe, lo que tenía que escuchar era el silencio de la soledad. Y se preguntaría que por qué le ibamos a hacer eso.
Me lo figuro y me sobrecoge lo poca cosa que somos.
Se supone que si no tienes un sitio por aquí, no eres nadie. Una vez superada la fiebre de los dominios, cualquiera tiene su rincon el forma de güeploc. Menuda tontada, pero ya que estamos, algo haremos, ¿no?
Me pasan una información según la cual, Pink Floyd ha conseguido respaldo legal para que se dejen de comercializar sus canciones de modo individual. Esto es, que la venta en tiendas de esas de internet donde por medio Eurico te bajas una de Abba, luego Satisfaction y terminas con Wish you were here se acabó. Al menos por lo que respecta a los Floyds.
Pues me parece muy bien. Porque el sentido de muchos, prácticamente todos los discos de Pink Floyd, es conceptual. Bajo el paraguas del conceptualismo nos han colado cada castaña que da miedo, eso también es verdad, pero hay que admitir, guste o no, que algunos discos fueron concebidos como piezas de cuarenta minutos con continuidad y que, al desarmarse, pierden buena parte de su sentido.
Cuenta la leyenda que el primer disco conceptual a lo grande fue The dark side of the moon, sobre el que ando redactando cuatro líneas para deleite y regocijo del amigo Macías y otros vecinos. De hecho, los primeros discos de los propios Floyd ya tienen una manera de compactar sus discos de modo unitario, sobre todo en lo musical, cosa bastante común en su momento, frente a la hasta entonces habitual manera de manufacturar canciones: en discos sencillos de dos canciones. Una de las aportaciones en positivo del rock sinfónico ha sido el adaptar a la música moderna los espacios de la clásica, de manera que se conciben piezas largas con movimientos, partes y desarrollos, que se aprecian y saborean en conjunto. El vals es bello, y la sinfonía también, lo cual se adapta a los nuevos tiempos. Incluso se hace un híbrido de esos dos conceptos y se parte el disco en dos –el medio y el mensaje- de manera que una cara recoge la pieza sinfónica –Echoes, en Meddle, por ejemplo, o Crises en su homónimo, de Oldfield- mientras que en la otra aparecen los cortes de tres minutos. Y tan panchos.
Parece del todo lógico que se pida la venta en conjunto de esos discos, como siempre ha sido, por mucho que a uno le encante una canción a su aire. Esos discos, gusten más o menos –esa es otra película- se deberían de escuchar seguidos. Es no está de moda, no pega para la generación de emepetrés y yutup, de hiperbreve y titulares, de prensa sin opinión y de zapin compulsivo. Lo breve si breve es bueno. Y si no, tampoco. Claro, endíñales cuarenta minutos seguidos de música. Se bloquean. Eso si, los loops de los videojuegos –chundachundabangbang- pueden ser interminables. Pero a ver quién se zampa el Islands, de King Crimson, el Tubular Bells, del Oldfield, Thick as a brick o aún mejor, el Minstrel in the gallery de Jethro Tull, Script for a jester tears de Marillion, Quadrophenia de los Who o si me apuras, hasta el London Calling de los Clash.
Cambiando de tema, pero no tanto, leo en el ABC Cultural una espléndida y muy lúcida opinión –vade retro- del sin par Rafael Reig sobre los libros digitales, asunto sobre el que solemos reincidir por aquí. La recomiendo fervientemente.
Y para cerrar, me quedo con lo mejor de esta noticia. Pese a todo, Pink Floyd vive.