Me gusta especialmente el relato de Emaús. Unos que escuchan a un caminante que les dice cosas sabias y que les reconforta con sus palabras. Mesa y mantel compartido y una buena conversación. Muchas veces he dicho que el último privilegio que le queda a uno es con quién compartir y con quién no sus alimentos. Claro, hay cosas más graves, pero ya nos entendemos, me refiero en la cotidianidad que nos toca vivir.
Pues eso, que los que están allí hablando con el desconocido, muy bien y tal. Y llega un momento en el que el viajero toma pan, lo bendice, lo trocea ante ellos y entonces descubren que es Él. En un detalle tan sencillo, tan simple y tan posible para la hermosura como partir panes ácimos, se dan cuenta de que era Aquél. Tremendo, tanto en tan poco, me parece a mi.
Caravaggio juega con todos los elementos del relato evangélico, nos los escribe todos, nos cautiva y nos abre un sitio en la mesa: el uno que habla, el otro que señala a no se dónde, y allí estamos, en nuestro sitio, viendo cómo la verdad está a veces oculta por un trocito de pan.
PD: tal vez mañana comenzarán las historias madrileñas. O igual siguen las berlinesas. O cualquiera de las otras, ya veremos.
4 comentarios:
El cuadro y tu comentario muy bien, como siempre.
Pero yo quiero historias madrileñas!! O relatos de trenes.
Que sea leve la vuelta a la rutina ;)
Lidia
Hola AnónimoLidia:
ya sabes, lo prometido es deuda. El día que coja velocidad, hasta perpetraré algo sobre el baloncesto...
¡Tenemos que quedar para comer!
Jaja, será un honor, Peter, pero si ha de ser con Caravaggio, yo tengo la agenda ocupada hasta dentro de muchos, muchos, muchos, años. (¡Muchos, muchos más!)
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