Aquella mañana amaneció como todas. Aunque eso fue más tarde. Porque nuestra sórdida historia comenzó antes de que los gallos engolaran sus timbrados y antipáticos cacareos. Pero no nos vayamos por las ramas.
Un grito pavoroso aterrorizó a los humildes oficinistas del gabinete del señor Berasategui. Después, algunos llantos y algún que otro sollozo entrecortado.
Entre las brumas apareció recortada la figura de Mesié Blasier, el elegantísimo detective de origen antillano que con una suave cadencia en el andar se dirigío impávido hacia la pasantía.
-Bonsuar ¿comantalebú? -preguntó educadísimo, como sólo Blasier sabía hacerlo.
Gracias a su eficaz perspicacia pudo contemplar a un atónito oficinista presa de los nervios, tembloroso y con dos cigarrillos, uno en cada mano y un tercero sobre su oreja izquierda. Sin duda, concluyó Mesié Blasier, este flan con patas debió de ser carpintero. Menudo pájaro.
-¡Se ha cometido un crimen! -respondió el nervioso fumador-. Ha desaparecido el tiempo.
-Bientut, para eso estoy yo aquí -repuso contundente Mesié Blasier, para resolver este terrible suceso. Pero dígame, humilde destripaterrones, ¿su nombre es?
-¿Yo? Pues... soy Hermógenes Bart Leví, para servirle a usted ¿Un cigarrito? -respondió mientras le alargaba el paquete de Gitanes.
El sexto sentido de Blasier le alertó. No podía fiarse de aquel tipo. Quién sabe qué siniestras ponzoñas podían contaminar los aparentemente lustrosos cigarrillos. El detective se detuvo un instante para trazar un plan que le sacara de aquel atolladero, mientras seguía escuchando las voces horrorizadas que provenían del buró.
(Continuará)
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